Nota del autor: El siguiente "ejercicio literario" -por llamarlo de alguna forma-, fue mi respuesta a la solicitud de colaboración para cierto seminario de la U. Autónoma de Madrid. Me pidieron una glosa del Génesis en términos de ecología. Lo escribí, se lo envié y lo aplaudieron, Y yo se lo de dedico a la memoria de nuestro admirado y respetado profesor de Cosmología, LUIS SANZ CRIADO.
Cualquier lector avisado que ejercite la paciencia de leerlo, puede -como es obvio- sustituir el término "Dios" por aquel otro que tenga a bien, poner un signo de interrogación o dejarlo en blanco.
UNA CREACIÓN INACABADA
(Apuntes de “campo” para un relato sencillo)
En el principio era la nada.
No me preguntes por lo que había antes pues todavía no existía el “antes” ni el “después”. Ni el tiempo, ni el espacio ni la materia del universo existían. En esa nada apareció un “quantum” de energía –no sé porqué-, y se originó una singularidad espaciotemporal de densidad infinita. El tamaño de ese “quantum” fue tan pequeño que solo se puede expresar en términos matemáticos de lo infinitesimal. En él estaba la materia de que ahora se componen tu cuerpo y el mío, los cuerpos de tu familia y los de la mía; los de los santos y los de los criminales; los juguetes de tu infancia, los libros que manejas ahora, los jardines de Babilonia y la siete maravillas del mundo; los mares que a veces surcas, las montañas que a veces escalas, la luna y las estrellas que –entre risas de la pandilla- empezaste aquella noche a contar. Allí estábamos juntos y apretados –sin conciencia de ser- los que nos amamos y los que nos ignoramos. Lo igual que nos aúna y lo desigual que nos separa. Lo que conocemos y lo que ignoramos.
Y Dios dijo: «Es bueno que haya algo».
Ese fue el primer día del estupor.
Del estupor aún no hemos salido pero del “quantum” sí. Y hemos salido porque estalló: tanta materia, tanta energía en tan poco espacio no se tenía. Explotó como no podía ser de otra forma, y de aquel trueno – el eco de cuyo ruido aún se escucha y puede medirse en cualquier confín del universo- salió aquella energía disparada en todas las direcciones esféricas. Se expandió y sigue expandiéndose. A la velocidad de la luz. Así se crearon los falsos arriba y abajo, el lejos y el cerca, la izquierda y la derecha, lo rápido y lo lento; una dirección y su contraria. Antes no existían.
Ya sí, ahora ya puedes preguntarme por el “después”. Pero ni ahora ni nunca me preguntes por el “antes”.
Y Dios dijo: «Es bueno que haya distancias y volúmenes».
Lo llamamos el día de lo que se mueve y su aniversario lo seguimos celebrando cada uno de los instantes de que se componen nuestras vidas.
El estudio de lo que ocurrió en aquellas primeras mínimas fracciones de segundo llena las páginas de cientos, de miles de libros científicos en las estanterías de ciertas bibliotecas. El río de la complejidad tuvo su origen allí y fluye sin desembocar en océano alguno. Es por eso que tú y yo somos ricos y complejos. Diversos, inabarcables, insustituibles. Tan difíciles de comprender como el mundo que nos rodea y nos desborda: el de los millones de neuronas de nuestro cerebro y el de los cien mil millones de galaxias con sus cien mil millones de soles cada una. El de los trillones de partículas elementales que dan lugar a cada luna de Júpiter o los millones que integran el más humilde lirio del campo que nacerá y morirá sin que unos ojos alcancen a posarse sobre su hermosura.
Y Dios dijo: «Es bueno que haya átomos y partículas».
Este fue el tercer día y lo llamamos el día de la complejidad.
Pasados muchos millones de años, la materia se fue aglomerando por la misteriosa pero bien medida fuerza de atracción de la gravedad. La fricción de las partículas elementales dio lugar a inmensas bolas de fuego como la que llamamos Sol. De la materia sobrante se formaron igualmente planetas calientes que giraban y todavía orbitan alrededor de sus estrellas. Ninguna inteligencia tenía nada que comprender, nada que admirar ni medir porque solo existía la energía que, al irse enfriando, se iba convirtiendo en materia. En luz que viajaba de acá para allá rebotando o perdiéndose entre las brumas de lo negro a trescientos mil kilómetros por segundo.
Y dijo Dios: «Me gusta cómo van las cosas».
Este fue el cuarto día de la creación y algunos lo llaman el día de la belleza porque piensan que a Dios le había gustado.
Era una belleza sin vida porque simplemente no había vida. Solo luces cegadoras que nuestra mente es incapaz de imaginar disputándose fronteras con el negro absoluto: negro era y es el color que predomina en nuestro universo. Calores abrasadores de un millón de grados lindando con aterradores fríos de 273 negativos: esta es la fría temperatura que domina las praderas vacías de nuestro universo. Las chispas de aquellos grandes incendios se fueron agrupando en gases, líquidos y sólidos apegadas a las superficies de los redondos planetas que las sujetaban dando lugar a los vientos, las nubes, los océanos y los continentes. En los medios líquidos aparece la previda como un alfabeto de activos monómeros que forman al azar polímeros. Estos pueden producir información, selección y mutación pero no replicación, a diferencia de la vida. La vida rompe el cascarón con la deriva hacia ciertas moléculas básicas como los aminoácidos que, al polimerizarse al azar en moléculas de ácido ribonucleico pudieron haber dado lugar a ribosomas autorreplicantes: los mensajeros de la vida trepaban a sus escenarios definitivos. Escenarios que mutan de protagonistas, heredando, mejorando las cualidades escénicas e interpretativas de sus ancestros: del abundante plancton salen los peces, de los peces los anfibios. La vida vegetal en la tierra, los cuadrúpedos, los mosquitos y las aves. Cada uno con su ADN, su mapita de andar por casa para “llegar a …”
En este planeta y en aquel otro. Y otro. Y en otro más. En millones de planetas hirviendo en medio de la inagotable tundra estéril del universo.
Y dijo Dios: «Esto es justo lo que yo quería!».
Esto tuvo lugar en el quinto día de la creación: el del creced y multiplicaos.
En el sexto día empezaron a suceder cosas imprevistas y sorprendentes en diversas regiones de la complejidad universal. Concretamente en ciertos órganos de algunos de los animales que pululaban por muchos planetas en las proximidades de las estrellas que los retenían cautivos. El movimiento acelerado de sus neuronas cerebrales estaba produciendo algo más que instintos de supervivencia, de ataque o de búsqueda ciega y repetitiva. Aprendían a esperar ante los diversos estímulos. Sin reacciones automáticas. Sacrificaban presentes por futuros. Invertían … arriesgaban … dudaban … tramaban … recordaban … cambiaban hábitos ancestrales … se ayudaban unos a otros … diseñaban estrategias de caza o defensa … reían, lloraban y se gastaban bromas. Como que fueran “libres” para elegir a veces.
En nuestro planeta, en concreto, un bípedo evolucionado –que luego hemos llamado simio-, se escondió hace millones de años junto a los suyos entre las rocas de la charca en que saciaban su sed y que se disputaban con otro clan de simios enemigos. Cuand
o estos –confiados- se acercaron a beber los atacó con un hueso en la mano hasta destrozar a varios de ellos. Fue un acto creativo de violencia: había nacido la vida inteligente en el planeta Tierra.
Y vio Dios aquel acto. Y se alegró, pero se quedó preocupado. Este acto –y multitud de ellos cada vez más evolucionados, ricos y astutos- constituyeron el día sexto.
Fue el día del hombre.
El séptimo Dios descansó pero empezó a trabajar el hombre. Aprendió a desarrollar armas de caza, a cultivar los campos, a dominar a otros animales que consideraba inferiores a él, a mantener el fuego. Hablar y comunicarse, escribir, mentir, sonreír, llorar, apropiarse de lo ajeno, amar y dar la vida por los suyos, construir y destruir. Pronto fue muy consciente de que no era eterno. Al darse cuenta de que la enfermedad y la muerte eran sus enemigas más implacables se conjuró para luchar contra ellas cada hora de su existencia.
Al principio no cayó en la cuenta de que el planeta que habitaba estaba muy lejos de ser inagotable. Por lo que campó a sus anchas por él rapiñando, devastando, contaminando. A punto estuvo de autoaniquilarse utilizando la energía recién descubierta de los átomos. Algunos –los más inteligentes- advirtieron a los demás del peligro de matar la gallina de los huevos de oro: ”basta ya de destruir la misma y única nave en que podemos viajar por la galaxia que habitamos; no es racional ser suicidas! Contened vuestra desmedida avaricia!”. Decían.
Y Dios, que estaba asomado al mundo y conteniendo la respiración, quedó algo aliviado pero a la espera de acontecimientos.
Este –como digo- fue el séptimo día.
Y aún no tiene nombre.