miércoles, 15 de septiembre de 2010

Venecia y algo más.

Una preciosa descripción de Venecia.


(Transcripción del libro de Michel Onfray, La escultura de sí. Por una moral estética, Errata naturae, editores/UAM, Madrid, 2009, págs. 11 y siguientes)


Para arder como la salamandra en un brasero que consume y que se aviva con los propios jugos, fui a Rapallo, en el golfo de Génova, sobre la costa de Liguria, con el propósito de encontrar allí la sombra y el aliento de Zaratustra, hijo de Portolino y de Sils María. A lo largo de las carreteras que conducen a los pueblos de pescadores, entre pinos reales y el azur deslumbrante del cielo, crecían algarrobos y caquis. Un viejo y su mujer recogían los frutos del árbol y luego los depositaban en un gran lienzo de color crudo. Más lejos, una avenida de naranjos perfumaba el campo y mezclaba las fragancias de los cítricos con las de las resinas. Abrí un fruto que tenía la piel suave y la cáscara impregnada de potentes esencias. Los gajos, ácidos y saturados de zumo, encendían la boca e inflamaban la garganta: estas naranjas, que no son comestibles, sirven para elaborar confituras y dulces. Y, con esta astringencia en la boca, pensé en el alción, también llamado naranja de mar, este pájaro nietzscheano por excelencia del que Zaratustra hizo una -el espíritu alciónico- y que los contemporáneos de Homero creían lo suficientemente mágico como para calmar al mar mientras hacía su nido. Frutos del cielo y del mar, estos pájaros traen augurios favorables.


Por la carretera que bordea la bahía de Santa Margherita hasta Portofino, Nietzsche recorría las luces transparentes. También lo hacía Alción, en estas regiones de cielos, mar y caminos escarpados en las que los pinos reales y los olivos se agarran a las rocas que se inclinan sobre las calas desiertas, la arena y el ruido de las olas. Abajo está el pueblo de pescadores, donde éstos remiendan las redes y hablan en voz baja junto a los barcos en los diques secos o acompañados por el cabeceo de las barcas azules, rojas y blancas. L filósofo está de parto. Pronto dará a luz a Zaratustra, un alumbramiento destinado a ecos espantosos, a increíbles desprecios. Profeta de Dioniso, caballero que utiliza el nihilismo para edificar y construir mejor, avanza, como por el lindero del mundo, en medio de un bestiario que lo anuncia y lo explica: el águila y la serpiente son sus emblemas; el asno y el camello sus enemigos, porque se alimentan de las energías con las que se puede producir lo sobrehumano, un estado más que una figura.


Zaratustra es el nuevo metafísico que posee el sentido de la tierra, que se enraíza, pues, sólo en lo sensible. Con su vindicta persigue el ideal ascético y a aquéllos que lo promocionan. Su odio también se dirige a los vendedores de trasmundos que rechazan el pensamiento trágico y prefieren mecer a los hombres con ilusiones azucaradas y peligrosas. No ama ni a los dioses ni a los amos y avanza escuchando tan sólo aquello que constituye la energía, la fuerza y la potencia: lo contrario a la violencia. Ante todo, destaca como presentador de nuevas posibilidades de vida, lejos del cristianismo, más allá de todo lo que vive de sus ideales mortíferos. Y su sombra me obsesiona, porque nuestras épocas carecen de una virilidad que se le asemeje.


Había venido al golfo de Génova a alimentarme de los perfumes, colores y céfiros de las tierras que fecundaron el alma de Nietzsche. Entre laureles y palmeras, cerca de las aguas de color azur y no lejos de Monte Alegro, que suministras los gozos anunciados por su nombre, me había decidido a continuar mi búsqueda de una figura que cristalizara el estado en el que la ética puede formularse: no lejos de la estética, semejante a la elegancia, fortificada por las luces de Italia. Venecia me fascinó.



Cada una de ñas visitas que he hecho a la Serenísima ha constituido una ocasión de presentir que, en este almocárabe de canales, puentes, aguas y piedras, surgiría una solución. El laberinto requería un hilo de Ariadna: no hay problema sin solución. Mis emociones debían conducirme al umbral de las auroras que aún no han brillado y que tomaron la forma de fragmentos, direcciones e intuiciones. De Venecia se podía esperar una configuración de la luz. La noche también tenía su utilidad. Sumergida en la oscuridad, la ciudad vacila por todas partes alrededor de puntos luminosos: las pequeñas ventanas, el alumbrado bamboleante de las callejuelas, los resplandores gráciles de las trattorias o la majestuosidad de los flujos emitidos por las inmensas arañas colgadas de los techos, decorados con estuco y deteriorados por la humedad, que se ofrecen a la mirada del noctámbulo que desciende por el Gran Canal. La luz se difracta, se recompone en caprichosos puntillismos. Las noches caóticas son propicias a los fulgores, fortifican las tensiones con las que, más tarde, se expresan las resoluciones. Resulta imposible, aquí, abandonarse a las potencias demoníacas o esperar cualquier cosa de los misterios telúricos. Al igual que no hay que fiarse del líquido o de las sirenas acuáticas.


Los olores del agua estancada, las pidas carcomidas por las olas, y las algas flotando en la superficie de los canales fomentan ciertos humus mentales. Perfumes del día después del caos, de días que siguen a la creación del mundo o que preceden, por poco, al apocalipsis. Venecia está cubierta de una bruma de génesis, como atestiguan las descomposiciones, que auguran renacimientos y vitalidades de vigorizantes promesas, Los efluvios tienen la hechura de los olores íntimos, el potente aroma de las fermentaciones secretas. En lo más profundo de las almas, el espíritu que flota por encima de las aguas se une con el secreto, el silencio y las conmociones. La carne vuelve a encontrarse con humores conocidos, sabe de las afinidades y de las proximidades cómplices. El núcleo de la ciudad no es, como en Roma, un mundus bajo el cual acechan los espíritus, no lejos de una piedra negra, en la intersección de los ejes vertical y horizontal; no es fijo, ni inmóvil ni amenaza con desencadenar hecatombes; no tiene la materialidad de los lugares descubiertos por las ciénagas. Porque el centro de Venecia es un perfume.


Mezcla de noches y partículas volátiles, la ciudad s finalmente la única expresión de su voluntad. Sin doble ni duplicación posible, es la quintaesencia de una forma de excepción: el desafío lanzado a la naturaleza, la suma del orgullo y la cultura llevados a su paroxismo. Es la producción de un pensamiento, el acabamiento y el cumplimiento de un proyecto de titanes que quisieron inscribir en el agua, en la laguna, en la superficie móvil de la ciénaga, un sueño petrificado: la mineralidad y su permanencia contra el equívoco de los elementos desgastado por el tiempo. Sueño de razón cumplido pese a todo, meditación de temperamentos y caracteres que disfrutan con la provocación de las mentalidades tristes que, siempre, retroceden ante los poderes de la determinación y de la tenacidad: Venecia es el resultado de los esponsales entre la resolución y la energía. Igualmente expresa la densidad, la concentración de un máximo de desafío en un mínimo de superficie. Contra y a pesar del agua, el oro y el mármol: las materias de la excelencia, las cualidades de la excepcionalidad y de la nobleza. La ciudad muestra la arrogancia acabada de los hombres contra la naturaleza, la poderosa eficacia de la voluntad sobre el destino. Me parece una metáfora estructurante.


Por último, Venecia concentra todas las variaciones posibles e imaginables sobre el tema de la gracia y la elegancia. De la piedra finamente esculpida, orlada y trabajada, a las composiciones de Pietro Longhi o del prete rosso, pasando por los gatos: símbolos vivos del misterio que expresan, al mismo tiempo, la independencia, el carácter imprevisible y la fiera nunca domada del todo. . Ciudad del desprecio de la pesadez y de la promoción de la delicadeza, Venecia es el éter que se eleva por encima de la superficie de las aguas y que amenza con tornarse buque fantasma por mantener unos esponsales demasiado fieles con las brumas. Nada pesa allí, todo planea. Niebla para el vuelo de los alciones, luz para quien esta acostumbrado a los rigores hiperbóreos. La Serenísima está estibada en el tiempo. Pero todo perecerá, incluidos los peligros. Mientras tanto, ella flota por encima de las olas, despreciando la materia, rechazando la pesantez. Sobre las cimas del agua, semejante a la espuma -ese líquido seminal-, expone su magnificencia y se alimenta de excelencia.


¿Qué otra cosa, más propicia, puede esperarse? Al nacer de los perfume genésicos, fortificada por las luces que conjuran la noche, expresión de energía concentrada y de gracia encarnada, la forma ha elegido la ciudad: y a la ciudad sólo le queda producir sus formas. Un hijo de Zaratustra podría ser veneciano, surgir de estos acuáticos mantillos nutricios, y ser portador de resplandores deslumbrantes, rebosando fuerza y moviéndose en la elegancia. Son éstas las razones por las qu Nietzsche está enamorado de Venecia, fascinado por la excepción, y transforma la ciudad en metáfora de la música?



Durante mi primer viaje a Venecia no me preocupó la sombra nietzscheana. Ya no recordaba que entre Sils y Génova, Niza y Mesina, también fue importante la ciudad de los Dogos. Más tarde, cuando volví, me tentó peregrinar por los lugares habitados por el filósofo. Al seguir las huellas de Zaratustra, sabía que uno se pierde con la intención de volver a encontrarse. Un modelo no es una prisión, sino que invita a encontrar el camino propio y a manifestar la ingratitud: mientras se avanza, hay que deshacerse de las sobras antes de que se conviertan en viejas sotanas, en trabas. Hay que ser nietzscheano como a Nietzsche posiblemente le hubiese gustado que lo fuéramos: insumiso, rebelde. La paradoja es que, incluso esto es una enseñanza...


El corazón de Venecia es nocturno. Todavía recuerdo el sonido de mis pasos en las calle , en las pequeñas plazas desiertas. Bajo la sombra de los campaniles, atravesando los puentes, pasando por galerías bajo columnatas, reconociendo el pavimento irregular bajo mis pies, caminé buscando un rencuentro, como cuando se va hacia el ser amado cuya ausencia ha sido turbadora porque ha contribuido a volver imprecisos los contornos de su rostro o las inflexiones de su voz: se trata de restaurar la forma para que coincida con la idea que conservábamos.


En el estado de excitación que acompaña a esos reajustes con lo real, el cuerpo se transfigura. Se producen en él metamorfosis nutridas de sueños y miedos, de cansancios y aprehensiones. La sangra afluye a las sienes, al rostro. Calienta los miembros , desentumece el alma y la hace más veloz, más ágil. Está agazapada en la noche, preparada para captar el pretexto de una emoción que se tornará intuición y, más tarde, idea. Caza nocturna de los alimentos diurnos.


En el recodo de un angosto canal, deslizándose en las tinieblas como la barca de Caronte, pasó un gondolero. Un ligero grito le había precedido anunciando su llegada, una inflexión de la voz, más bien. Apoyado en su remo hizo avanzar la embarcación, ese largo féretro afilado, negro, de pico amenazante. Afianzándose en la pared con la pierna, hizo nacer otro movimiento con el que l góndola pudo realizar su viraje en un ángulo recto. Siguió el silencio, lugo el ruido del agua que se vuelve a cerrar en la estela, con un pequeño chapoteo. Un poco más lejos, cantó. Y yo encontré mi hilo de Ariadna en las palabras que Nietzsche escribió a Peter Gast durante una estancia en Venecia: “La última noche volvió a traerme, mientras estaba para en el puente de Rialto, una música que me conmovió hasta las lágrimas, un viejo adagio tan increíblemente antiguo que parecía no haber habido ningún otro adagio anterior a él”. Después de la luz, los perfumes, la energía y la gracia, era preciso que la ciudad fuera musicalizada, entre el madrigal y el aria de ópera, Tan inaccesible como una orquestación, tan fugaz como un eco de armonía. Venecia: canto profano con el Dioniso puede bailar y tomar la forma de Zaratustra.


En la ciudad de Monteverdi, Nietzsche y Gast (el amigo del filósofo, un músico al que debemos una ópera cuyo título es Los leones de Venecia) ponen a punto l manuscrito de Aurora, libro genovés en su factura, pero que durante mucho tiempo se tituló Ombra di Venezia. Más tarde piensan, juntos, un libro sobre Frédéric Chopin. Nietzsche lee a George Sand, Gast estudia las partituras y ambos tocan las piezas al piano. M gusta imaginar, bajo los dedos del filósofo, el Estudio Op. Nº 12 en do menor, un allegro con fuoco -la expresión musical del genio nietzscheano, e su cualidad y de su destino-. Brío, potencia, fuerza y desesperación: esta obra del opus 10 es una tempestad que prefigura el final de los viajes de Nietzsche. La mano izquierda expresa el eterno retorno de lo trágico, el carácter implacable del negro fondo sobre el que se inscriben nuestros hechos y gestos: es una trama nocturna; la mano derecha es voluntariosa: muestra, en acto, las tentativas por arrancarse al aturdimiento, los ensayos por escapar al propio destino. La línea se quiebra por una ruptura del ritmo, resplandores de esperanza y un poco de paz. Amenazas, todavía, en el registro grave, antes de la caída que hace pensar en las frustraciones de la falta de conclusión. Dioniso triunfa absolutamente sobre Apolo, de manera total, hasta en las consecuencias más dramáticas. Ya tiene cita con la locura: el filósofo camina hacia la sinrazón -el estudio de Chopin muestra lo que queda por recorrer y qué abismo se abre al final del camino-. Nietzsche no sabe que está escuchando la prefiguración de su propio desmoronamiento. Mientras tanto, vuelve a su pensión, bien en casa Fumagalli, en Fenice, bien en Albergo San Marco, a una habitación que da a la plaza San Marcos. Siempre solitario, habitado por los pensamientos y preocupado por los aforismos en curso, les pisa los talones a las almas muertas que también transitaron el laberinto Veneciano.


En una pequeña libreta que se abre con el título Carnevale di Venezia, Nietzsche consigna, cuando llega la noche, las conversaciones con Peter Gast. En la trattoria en la que cena, la comida es frugal, regada con un vino conegliano, un áspero brebaje que viene del Véneto. “Porvenir de la nobleza”, “cuidados para la salud”, “soportar la pobreza”, “los hombres de vida malograda”, “a los soñadores de inmortalidad”: revisa las fórmulas de su libro, afina y acera las puntas de sus flechas, sus agudezas. Y la noche está poblada por los sueños de los que se nutren los libros. Al día siguiente, se puede ver al filósofo en la Piazza San Marcos, a pleno sol, escuchando la fanfarria militar o, más intempestivo, saliendo del oficio en la basílica, el domingo, porque le gusta el lugar, repleto aún de los manes de Cavalli o de Gabrieli. Los parques también le complacen, y las terrazas donde saborea ostras e higos, que le gustan más que cualquier otra cosa en el mundo. Por último, suele frecuentar Barbese, cuyos baños calientes son vigorizantes. Porque su salud sigue siendo precaria y en las cartas que escribe a su amigo, para que le prepare una bienvenida veneciana sin sorpresas. Nietzsche pide un diván, para poder descansar de las fatigas acumuladas y las tensiones que lo devastan, y también alfombras para cubrir la solería del mármol helada del lugar en el que se aloja. Recorre con pasos largos la Fondamenta Nuove. A lo largo de la laguna, entre la ciudad de los Dogos y la llama de alta mar, pasea su cuerpo sacudido de estremecimientos, atravesado por fulgores.


El lugar le gustará, desde allí se ve Murano, Torcello y la isla San Michele. Vivirá allí, en el último piso del Palazzo Berlendis, desde el que pensará en hacer de la isla de los muertos el lugar del silencio y de las tumbas de su juventud. A esta tierra de los taciturnos, el filósofo quiere llevar coronas de vida para conjurar las noches y el sufrimiento, el pasado y la soledad. Y escribe: “Sólo donde hay tumbas hay también resurrecciones”. El cementerio es como un navío anclado en la laguna, a la espera de alimentos. Ligeramente apartado, es la pareja sombría de la Venecia luminosa y ligera. Un pedazo desprendido de esa aurora perpetua que irá agotándose, hasta no contener ya más que cadáveres y ruinas. La isla San Michele flota como un edificio destinado las aguas profundas. Mientras tanto, exige sus tributos.


Quise medir allí la importancia de un ausente, entre dos bladosas blancas, vecinas. Las dos lápidas recubren los sepulcros de Stravinski y Diaghilev. Divididos entre las dos tumbas, pro sólo en forma de sueño, están los manes de Nijinski. Invoqué su presencia mientras veía las agujas de los pinos que cubrían el suelo, oía, a lo lejos, el ruido de los vaporettos que pasan, y miraba a una vieja, completamente vestida de negro y con una ramo de flores en la mano, que iba, entre las sepulturas, a reunirse con el alma de un difunto para hacerle respirar, al menos eso imagino, los perfumes de una composición de helenios, siemprevivas amarillas y scabiosas -esas flores con las que expresamos las lágrimas, el recuerdo, el duelo-. Entre las tumbas de los dos amigos de Nijinski se había deslizado el aliento del bailarín llamado por la sinrazón: cuando se aspira a las cimas, cuando se desean alturas cada vez más insensatas, se acaba por no encontrar el camino del suelo. Luego recordé que un amigo me había contado que se había cruzado con una embarcación tapizada de negro que transporta un ataúd y se dirigía a la isla de San Michele. Unos instantes después se encontró con Dominique de Roux, que había asistido al entierro y que le dijo que se trataba de los restos de Ezra Pound. La música, la danza y el poema se reconcilian en las tumbas.


Pasado el puente que cruza el Río Mendicati, dejando atrás la necrópolis Venecia se ofrece de nuevo y uno puede internarse en los canales, perderse en las aguas verdes o glaucas, reencontrar los perfumes genésicos y el triunfo de los equilibrios. El cementerio es un sueño vago, un recuerdo que se evapora. Después de atravesar el barrio en el que se juntan los sestieri Castello, Cannareggio y San Marco, fui a parar al Gran Canal, no lejos del puente de Rialto. Allí experimentó Nietzsche una emoción que convirtió en poema: “Acodado en l puente, estaba de pie en la noche sombría. De lejos se oía venir un canto, gotas doradas se deslizaban por la superficie trémula del agua. Góndolas, luces, música...bogaban hacia el crepúsculo. Mi alma, la armonía de un arpa, cantaba para sí, invisiblemente conmovida, una canción de gondolero, estremecida, de una beatitud tornasolada. ¿Acaso la escucha alguien?”. Pocos años después de estas líneas, la razón abandonó el espíritu del filósofo. En turín se desplomó a los pies de un caballo. Overbeck, uno de sus amigos, lo condujo a Basilea. Durante el traslado, tenía miedo del viaje en tren. Había muchos túneles y se atravesaban largos pasajes sin iluminación. Y no se saía de lo que era capaz Nietzsche. En un momento de oscuridad, bajo las montañas, en el vientre de la tierra, se oyó su voz, suave. Cantaba, canturreaba en italiano. Tenía el rostro cubierto de lágrimas y en los labio el canto del gondolero, que salmodiaba con el ritmo del adagio que le había parecido una música del comienzo del mundo. Para Nietzsche , fue un canto de partida hacie el silencio y la inocencia. La odisea acababa ahí y los recuerdos se tornaron confusos, antes de que el alma abandonase su viejo cuerpo gastado, cansado, tendido hasta el extremo de sus posibilidades.


Pensé en ese naufragio al leer las últimas páginas del Zaratustra en las terrazas de los cafés, en las escaleras de los edificios desolados o al borde de algún canal, con los pies colgando en el vacío. El sol se reflejaba en l agua, estallaba la superficie en fragmentos de espejos que se mezclaba, se deshacían, bajo los arcos de un puente. Hacía calor y, a lo lejos, se escuchaba una música. Un contralto ensayaba cantatas barrocas en la iglesia donde oficiaba Vivaldi. Mis peregrinaciones me proporcionaron diversos placeres: una charla con un vendedor de pescados frescos y relucientes en el barrio de Cannaregio; las pinturas de Carpaccio en la iglesia del muelle de los esclavones; las cenas en oscuras trattorias en las que el vino blanco está fresco y los platos deliciosos, al borde de embriagueces dulces de las que es cómplice la tibieza de la noche; la velocidad de los taxis que aceleran cuando abordan la laguna, haciendo del rostro un palimpsesto para las salpicaduras; la luz sobre las piedras de la Giudecca cuando se acerca la noche; Fellini, con quien me crucé en el puente del teatro de la Academia; los sorbetes y el agua helada en la terraza de un café en Campo Marosini; la indolencia aristocrática de los gatos cerca del teatro de la Fenice; los perfumes y colores de las frutas o verduras del mercado cerca de Rialto; el agua fresca de las fuentes; los drapeados a la antigua entre las columnatas de las procuradorías; el chapoteo del agua, por todas partes, el juego de luces y sombras. Horas ricas en emociones, pasiones y sensaciones. M entregué a todos los laberintos y dejé mi alma a disposición del lugar. Hice bien. Y descubrí lo que buscaba.



La Plaza san Zanipollo, delante de la Scuola San Marco, es una Venecia quintaesenciada, un epicentro: todo lo que constituye la ciudad está ahí. Una iglesia y un puente, un pozo y un río, las chimeneas típicas y el ocre de los edificios... y el monumento de Andrea del Verrochio, una estatua ecuestre de bronce que representa al Condotiero Bartolomeo Colleoni. Instantáneamente, mis ideas se pusieron en su lugar. Aquello que desde hacía tiempo se buscaba dentro de mi, se resolvió de repente y tomó la forma de una fascinación. Es una sensación extraña, y no hablo de contemplación, de felicidad ni de exaltación. Encaramada a un zócalo a la antigua, a varios metros del suelo, las estatua está como suspendida en el aire, por encima y más allá, dominante e imponente. En esta magnífica obra, todo está ordenado para mostrar una tensión en acto, pero con el detalle de los relieves: en el cuello del caballo, nervioso y sanguíneo a la vez; en el cuerpo del caballero, endurecido por la determinación; en la unión de la montura y el capitán -mezcla pagana semejante a los centauros-; en las riendas que comunican la voluntad del hombre al animal; en el hueco de los músculos salientes del corcel en los que se adivina la estridencia de la transmisión nerviosa. Las venas que irrigan el cuello suscitan una sangre caliente y viva que debe de recorrer también el cuerpo del caballero magnificando la energía y la determinación. Con las piernas extendidas, luciendo armadura y yelmo, erguido sobre la montura, parece dirigirle al mundo na mirada de águila, reforzada por la mueca de una boca voluntariosa. Arrogancia o desafío, resolución o firmeza, el Condotiero quiere, sabe lo que quiere y transforma el mundo en un terreno para el ejercicio del poder. La fuerza ha trazado las líneas del rostro; el valor ha dejado huellas, el vigor, volúmenes. Su semblante es del un hombre de excepción cuyo combate con real es constante. Sin descanso, siempre tenso, escribe su historia como se escribe la Historia: con la vehemencia de un creador de imperio. Verrochio ha puesto en la parte superior de la cabeza del caballo un singular copete que parece una llama, lengua de fuego para un pentecostés pagano: signo e que el carácter valeroso el Condotiero es todo uno con el de su cabalgadura.


Bartolomeo Colleoni no es el mercenario que dicen. Aquel hombre fue soldado, sabiendo que es una profesión en la que se frecuenta y se desafía a la muerte y sin ignorar que la proximidad de las pasiones trágicas empapa las almas e un modo distinto a la ignorancia de nuestros destinos mortales. Pero el Condotiero es, ante too, una figura de excelencia, un emblema del Renacimiento qu asocia calma y fuerza, quietud y determinación, temperamento de artista y voluntad de reinar sobre sí antes que cualquier otra forma de imperio. Su carácter es imperioso; su naturaleza, ardiente. Lejos e la virtudes cristianas, esas lógicas empequeñecedoras, y en contra de la humildad que desmedra, la culpabilidad que corroe, la mala conciencia que socava, el ideal ascético que mata, el Condotiero practica una moral de la altura y la afirmación, una inocencia y una vitalidad que desbordan. Su ética es también una estética: frente las virtudes que reducen, prefiere la elegancia y la consideración, el estilo y la energía, la grandeza y lo trágico, la prodigalidad y la magnificencia, lo sublime y la elección, la virtuosidad y el hedonismo: una auténtica teoría e las pasiones destinada a producir una bella individualidad, una naturaleza artística cuyas aspiraciones serían el heroísmo o la santidad que permite un mundo sin dios, desesperadamente ateo, vacío de todo, excepto de las potencialidades y las decisiones que las hacen florecer.











1 comentario:

  1. Joderrrrrrrrrr ... ... ... !!!

    No "Una preciosa ..." sino una preciosísima descripción. Qué riqueza de metáfora, de evocación filosófica e histórica. Vaya exuberancia de vocabulario para adornar sintaxis tan sobria. Y qué capacidad de defender la idea central de su filosofía envuelta la estética de un paseo abarrotado de recuerdos, citas y nostalgia de Nietzsche.

    Una gran selección para ntro. Blog, Eduardo. Y que por otra parte tan bien ... te describe a ti mismo.

    Enhorabuena y gracias.

    N.b.: hice una 1ª lectura de 2/3 frases usando la técnica del salto del caballo en ajedrez. Vaya pestiño, me dije, este Eduardo ... cómo es ... Con más tiempo por delante y calma empecé a releerlo -más que nada para insertar un comentario en el Blog-. Joder, me dije, este Eduardo ... cómo es ... Consulté para saber algo del tal Michel Onfray y piqué. Lo leí. No, lo estudié y me sorprendió. Me cautivó y me hizo transgredir el voto que hace tiempo formulé de no leer libros (pecado venial solo, ya que se trata de unas páginas nada más).

    Pero no estoy arrepentido. Lo cual me intranquiliza bastante.

    ResponderEliminar

Gracias por opinar.