Érase una vez un pueblecito de la Alcarria, de cuyo nombre siempre me acordaré, en el que vivían 367 habitantes. Bien dotado estaba el condenado, que había allí frontón, campo de fútbol-7, gimnasio, centro cultural y, como no podía faltar, una piscina pública, muy barata, de 25 x 7 aproximadamente, rodeada de césped, cristalina el agua. Con su bar, cómo no. En pleno agosto, si nos reuníamos en ella más una docena de personas era todo un festival.
¿Misterio?, ninguno: sus pobladores se habían hecho construir 30 piscinas privadas -una por cada 8,17 censados- en otros tantos chalecitos, para que se bañaran en ellas los nietecitos, los amigotes gamberros del hijo pequeño, la cuñada tonta de baba y para que se mojara los pies la abuelita que ya no está para muchos trotes. Eso con suerte, porque la mayor parte de los días, ni eso: vacías, oiga, que se han ido a pasar quince días a Benidorm. O que ya los chicos no vienen, que tienen otros planes.
La Alcarria, como bien sabéis, es un secarral de los que hay miles en nuestra piel de toro. Con sus miles de urbanizaciones ellos y, por consiguiente, sus decenas de miles de piscinas privadas ellas.
A lo mejor es que la ocupación árabe de casi ocho siglos nos dejó, entre otras muchas herencias mejores, la de pretender vivir todos como sus más afamados jeques.
Hechos los pertinentes cálculos, dichas piscinas necesitarían entre 50 y 100 hectómetros cúbicos anuales para cubrir el indispensable requisito de que tengan agua (no he visto ninguna vacía). Un hectómetro cúbico equivale a un estadio Santiago Bernabéu lleno de agua.
No parece que nuestros islámicos ocupantes de siglos pasados hubieran descubierto el juego del golf. Pero sí nuestros amigos anglosajones cuya es la revolución industrial y quienes ponen e imponen modas, o simplemente a quienes escogemos imitar. La moda del césped por ejemplo: salvo la cornisa cantábrica, España no es que sea Mauritania pero está muy lejos de ser la verde Escocia. (Carezco, en la actualidad, de datos sobre el consumo de agua de estas instalaciones, pero viví un mes entero a cientos de kilómetros de cualquier fuente de agua potable, entre miles de personas que bebían agua contaminada).
Pensando en estas cuestiones con ocasión de la caída del Nuevo Estatuto de Castilla-La Mancha por la guerra del agua entre esta comunidad y las de Valencia y Murcia, me vino a la memoria una jugosa conversación que mantuve en la capital murciana con un viejo conocido nuestro al que algunos recordaréis. Mira, me decía en el año noventa Gonzalo Ilundáin, el mecanismo aquí es simple: se arma un buen follón para pedir más agua porque la cuenca del Júcar ha tenido un mal año. La dan. Como hay ya algo más de agua, se convierten nuevas tierras en huertas y campos frutales. Esto hace que aumente la demanda de agua, pero como no la hay, se monta otro buen follón. Nos envían más hectómetros y como ya tenemos más agua, pues convertimos en cultivables más pedregales. Como se necesita más agua para estos nuevos campos ...
Nótese que la conversación transcurría en el año noventa, en que no había un solo campo de golf, y muy escasas o nulas urbanizaciones en aquellos parajes.
Y yo me pregunto: ¿no será que la necesidad de conseguir votos para mi partido -es decir, para mí- está ocultando el problema de la ambición, la ostentación y el lujo en el que alocadamente pretendemos vivir?
Hemos olvidado nuestros clásicos:
Es verdad, pues reprimamos
esta fiera condición,
esta furia, esta ambición,
por si alguna vez soñamos.
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe
y en cenizas le convierte
la muerte (¡desdicha fuerte!):
¡que hay quien intente reinar
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte!
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
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