Transcripción literal de
Cuadernos de un Gran Viaje
(Clip de vídeo:
abajo, al final)
Imposible. Posturas inverosímiles. No tengo memoria de haberme lavado todo el cuerpo en una palangana pero en Etoumbi no disponemos de agua corriente. Te asomas por la ventana, tiras el agua y tienes una veintena de ojos que te miran. Te sonríen porque esperan que les digas algo. Lo que sea, algo. Y el retrete un tabuco, oye. Chiscón enano: antes vas a un grifo -lujazo, mira- a llenar un cubo de agua. Colocas una toalla de baño y tienes una puerta. Es todo tan fácil ... ¿qué más necesitas, papel? si crees que viajamos sin eso no has sido nunca un 'blanco' allá.
Encendemos con mucho miedo una bombona oxidada (había estallado otra igualita un par de semanas antes): de milagro no murió un compañero. Nos preparamos una especie de macarrones a los que añadimos lo que tenemos a mano. Calentamos carne de gacela.
Resulta que Mamá Therése ha traído mandioca para comer en un sachet con sumo cariño. Qué ataque de risa cuando vemos a Mamá busca que te busca angustiada entre los bártulos de viaje. Le pregunta José:
- Pero, chica ... ¿qué buscas? Dice ella:
- Mi mandioca ... José se pone blanco.
- ¿No será una mandioca que acabo de dar a un pobre? Ahora ella se pone blanca (o sea, los ojos rojos).
- Eh, mi manioc ... ahora ¿qué como yo, eh?
Así que invitamos a Mamá Therése a compartir con nosotros unas pitanzas que alaba mucho (qué suerte que José regaló su manioc ) porque está todo pero que tan bueno!
Los nativos son muy expertos en apariciones. No los ves llegar, no trates de averiguar cómo ellos ... déjalo, no pierdas tiempo. Merodean sin cansancio con algún tipo de recado importante a las horas de la comida. Ríen mucho, hacen gracias, ceremonias mil. Acaban desayunando con nosotros o comiendo algo en un plato mientras se dilucidan "muy trascendentales asuntos".
Oh, sí, de vida o muerte.
En la casa parroquial de Etoumbi tampoco hay luz eléctrica. Aprovechamos la batería del coche para encender un par de tubos fluorescentes. Comparada con el resto del poblado, la casa es de alto standing. Mamá Therése me enseña todo Etoumbi, 11.000 habitantes. Ambiente mucho más cosmopolita que el de Kellé y la gente no tan "cazadora", de mente más abierta, más moderna. Dónde va a dar!
Recorro las salas de un hospital. Me introducen en una habitación en la que yace un viejo muy enfermo: el olor a carne podrida me resulta imposible de soportar. Aguanto el tirón como puedo, lo saludo y le deseo pronta curación. Hay dos mellizos con su mamá al lado en la maternidad (las llaman mamá mapanza). Mamá Therése les regala dos pastelillos hechos por ella que ha traído para ir vendiendo por el camino a 10 Fr. CFA (4 PTA). Deposita unas monedas en un frasco de cristal porque da suerte. No hacerlo acarrearía disgustos inimaginables para un mondele (blanco, siempre se dirigen a mí así). Tú no tienes que hacerlo, mondele -me dice-, a ti no te afectan estas cuestiones de mapanza (!).
Después de cruzar el Likouala en una plataforma de hierro flotante accionada por un sistema arcaico de cables, nos dirigimos a toda velocidad a Mbomo por buena pista. No queremos llegar de noche. Con cuidado pero lanzados, a más de 30 km/h. En África muere más gente en accidentes de tráfico que de sida, malaria, etc., y cuando ocurre uno de ellos salen huyendo despavoridos en cualquier dirección. Lo de menos es hacia dónde.
Vamos en silencio, a esas velocidades es preferible.
Nos hospeda en su casa una mujer con hijos y separada (es decir, una mujer como la mayoría de ellas). Sin luz, sin agua, sin camas (como la totalidad de ellas). Lo primero lo solucionamos con velas. Lo segundo con bidones que traemos desde Kellé. Lo tercero con dos catres plegables que viajan con nosotros por si se avería el todoterreno y te pasas una noche –o dos- al raso esperando a que pase por ahí otro loco como tú: hay locos, claro que sí, pero de esa clase apenas existen y encima apenas viajan.
La casa en cuestión es un almacén destartalado de esos que se usan para trastero de casa rica de campo. El techo, de latón (tôle, dicen en francés). Los cinco hijos de la mujer abandonada por su marido comían en el suelo del pasillo o en minúsculos taburetes. El único mueble de toda la casa es una mesa muy grande con bordes de tipo isabelino (!). Mientras comíamos sin remilgos ni miramientos y como se podía sobre dicho mueble desvencijado -aunque palaciego-, he aquí que se asoma un pobre por uno de los ventanucos.
Decir un pobre es no decir nada. Te puedes imaginar. Aquí todos son pobres, todos piden más o menos, con mayor o menor sutileza. José, que ya lo conocía, trata de entretenerlo. Le da palique a ver si se marea y se marcha Qué ingenuo pareces a veces José, o que ya sabes demasiado. Al fin, le regala nada menos que ... una lata de sardinas !
Vaya pedazo de regalo. Por una de esas latas te acuestas con la más guapa del lugar las veces que te de la gana. Todo un tesoro, lo sé y tú créetelo.
Pegajosos hasta dejarlo de sobra. Como no tienen nada pues así son. José se cabrea, los echa, los aparta. Ya no sabe dónde meterse, les habla en castellano para que no le entiendan, les dice que no y que no. Luego, que bueno ... anda, toma.
Cada vez que llegamos cansados, polvorientos y sudorosos del tío-vivo incierto de una pista y empezamos a desempaquetar nos rodean alborozados: se presentan con muchos saludos, apretones de manos. Siempre llegan muchas ancianitas a pedir confesión. Me agarran del brazo. Es su forma de saludar:
- Mbote, mbote na yo, mondele, sango nini, ozali nini. Tala, mpio mingui awa (hola, blanquito, hola, ¿qué tal, cómo te va? Ya ves el frío que hace por aquí ...!): 22º, para ellas un horror.
Algunas vienen a que José les de un rosario de plástico. Ya no pueden, es que no pueden estar más tiempo sin ellos; así no hay quien viva.
Aquellas tienen gran urgencia: un escapulario pero ya mismo.
La otra, que me bendigas -por favor te pido- esta botella de agua.
La de más allá, que vengas a toda prisa, pero corre, que mi choza está lo que se dice abarrotadita de espíritus.
Unos -del consejo parroquial- que a ver cuándo se pone en marcha una cooperativa. De lo que sea, da igual.
Este, que -por lo que más quiera, por el mismísimo Dios vivo- necesita una plaza en la baca del coche pues ha de visitar a un -supuesto, falso- pariente enfermo.
- Pero, chico, ¿dónde está tu pariente?
- Y yo que sé, ¿por qué tengo yo que saberlo, a ver?, pues ya me enteraré por el camino. Vaya problema ...!
Mira, oye, José ya no puede más. En perfecto castellano, nada menos que del reino de León, explota gritando:
- ¡Dejadme en paz de bobaditas, eh! ... dejadme en paz de bobaditas!
- Jaaa, ja, jaaa ...!
Una estruendosa carcajada estalla espontánea. Mon père se ha enfadado un poquitín. Claro, está muy cansado del viaje. Es por el viaje, sí, sí. Pero nos ha dicho a todo que sí! Qué bueno es mon père, qué buena suerte nos trae siempre mon père.
Volviendo al asunto -muy crucial, trascendente si alguno lo es aquí- de las sardinas enlatadas. Los espabilados hijos de la dueña de la casa no quitaban ojo a la latita de marras. Atentos a la operación y aguantados para no espantar la pieza ni despertar sospecha. En cuanto el pobre tonto se aparta del ventanuco con su tesoro en las manos -repito, tesoro-, fiuuu ... disparados como cohetes, oye.
Lamentos, quejas, protestas ahogadas, cuatro patadas ahí fuera ... pim, pam ... pim, pam.
Se acabó. Silencio sepulcral. Ni el vuelo de un mosca se oye. De verdad. Diez segundos mal contados. Todos otra vez de vuelta en el pasillo: no ha sido nada, tranquilos todos.
Los veo sentaditos ahora ya, tranquilos ellos, trajinándose la susodicha lata. Cuidado, calma y esmero, que esta clase de reparto ha de hacerse muy bien o acarrea problemas. Cuando por la noche les pregunto por su acción de comando operativo bien entrenado, me contestan sorprendidos que todo lo ocurre en su casa -o en sus extensos, muy extensos alrededores- es controlado por ellos (que es para ellos, vamos, hablando en plata; y ni mon père ni ma mère que valgan).
Otro ejemplo más de su muy alta preparación cinegética ya desde jovencitos.
Al anochecer asisto a una misa en una medio iglesia a medio hacer. O que me dicen que es la iglesia. Es igual, lo que sea. Como no hay dónde sentarse, permanezco en pie. Pero una mujer me acerca enseguida un ladrillo que tenía ella para sentarse. Con una sonrisa le doy las gracias. No puedo aceptarlo. Pues faltaría más, hombre. Voy yo a ... ¿Sí? que te lo has creído: Eva-Blonde -que ha venido desde Etoumbi con nosotros, hija de Leoní- me advierte de inmediato al oído:
- Oh, no, no hagas eso, mondele, sería un desprecio fatal, siéntate.
A la salida me dicen que vendrá con nosotros al Parque Nacional de Odzala. Me alegro porque es muy coqueta, seductora. Ha estado en Bulgaria y Rumanía cuatro años con una beca para aprender patinaje sobre hielo (!) y está loca por regresar a Europa. Sólo espera que su padre le envíe el dinero del billete. Él está separado de su madre y vive en cierto paraíso europeo.
Acababa yo de tener precisamente una conversación muy reveladora con su madre -Leoní se llamaba- en Etoumbi. Me pareció una mujer atractiva. Le mostraba yo la separación que observaba tan radical entre hombres y mujeres en el Congo en general, y allí mismo donde nos hallábamos hablando en particular.
- Mira, veo ahí a tus amigas todas juntas, y aquí enfrente a los hombres.
- Sí, es la costumbre.
- Pero en el matrimonio también funcionáis así.
- Sí, nosotras servimos al hombre.
- Vosotras sois cristianas.
- Claro.
- No tan claro, el cristiano sirve por amor. Entre esposos es lo mismo. Se me queda mirando perpleja.
- Ese amor del que hablas es cosa de intelectuales. He oído hablar de esa forma de quererse. Sé lo que dices, pero eso es para 'intelectuales'.
- ¿Piensas que Jesucristo hablaba para intelectuales?
- Oh, no, para gente sencilla.
- ¿Entonces?
- Está bien, de acuerdo. Te lo confesaré: nos sentimos sus esclavas. Las mamás ya muy mayores, no. Pero esas amigas mías que están ahí sentadas te lo reconocerían todas si se abrieran a ti. ¿Qué podemos hacer? Es la tradición.
- Quizá podríais luchar contra ella puesto que además no es cristiana.
- Luchar ... ya, luchar…
No olvidaré nunca la mirada con que hemos cerrado esta conversación, mezcla de cariño inmenso, gratuito. Y a la vez un abrazo hondo, muy personal, un grito mudo de socorro. Joder, lo que me ha dolido esta mirada. De las que te dejan cicatriz, coño. Había hablado en Etoumbi con una niñita muy dulce, muy pausada: resulta que era hija de ella y de otro padre distinto. Se llamaba Leoní esta mujer como digo, en fin.
Esta noche en Mbomo intento conciliar el sueño tumbado sobre mi catre portátil en aquel cuartuco. Atento al susurro de los hermanos y hermanas de la casa que entonan a coro melódicas oraciones antes de dormirse, run run sss ... run run sss ... run run sss ...
La tenue lumbre de una lucecilla que cabrillea desde el pasillo en una lamparilla de petróleo se filtra oscilante por entre las rendijas de unas tablas que hacen de puerta del negro cuchitril. Cuchitril y negro. Esa noche my home, sweet home.
De madrugada saldremos para un safari de ojeo. Excitado más que agotado por el cúmulo de vivencias venidas y por venir, ya es que no puedo más: caigo, al fin, profunda, muy profundamente dormido. Mañana amanece temprano.
Y tú, si has llegado hasta aquí, relájate un poco también.
Anda, escucha y mira, que
"los ojos siempre son niños",
como decía la anciana madre de mi buen amigo Filo
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