Queridos compañeros: Gracias cordialísimas a todos;
gracias por siempre y para siempre. Hay tanta inmodestia en no aceptar
tercamente un honor como en prodigarse persiguiéndolo. Se ha dicho que rehusar
el elogio es deseo de ser dos veces loado; puesto que a la negativa del elogio,
por nuestra parte, ha de corresponder cortésmente la reiteración de la loanza
por parte del elogiador. Una consideración capital se ha impuesto a mi espíritu
cuando surgió la idea de este acto: la consideración —que estaba en el
ambiente— de que se trataba, más que de celebrar una persona, de reiterar y
afirmar una tendencia. Afirmar, reiterar, corroborar, renovar una tendencia,
haciendo una pública manifestación de solidaridad, de hermandad espiritual, de
fraternal compañerismo. Lo que nos une aquí son ideas, sentimientos y anhelos
que todos llevamos en nuestro espíritu y por los que todos suspiramos. No se
trata de jóvenes o viejos, ni de tradicionalistas o revolucionarios en
literatura. De viejos y de jóvenes no se puede hablar mirando a la edad;
maestro de algunos de los que nos encontramos aquí fue D. Francisco Pí y
Margall, y Pí y Margall, que murió en la senectud, acabó su vida en una esplendorosa
lozanía de corazón y de intelecto. Jóvenes hay que son decrépitos; viejos hay
que pueden dar lecciones de entusiasmo y de optimismo a los jóvenes.
No es principalmente una orientación literaria
lo que, a mi parecer, nos congrega aquí. La estética no es más que una parte
del gran problema social. Para los que vivimos en España; para los que sentimos
sus dolores; para los que nos sumamos — ¡con cuánta fe!— a sus esperanzas,
existe un interés supremo, angustioso, trágico, por encima de la estética.
Desearemos la renovación del arte literario; ansiaremos una revisión de todos
los valores artísticos tradicionales; mas esas esperanzas y esos anhelos se
hallan englobados y difusos en otros ideales más apremiantes y más altos. En
balde perseguiríamos lo menos si no pusiéramos antes nuestro empeño en
conseguir lo más.
Queridos
amigos: En 1835, viajando Larra por los páramos deshabitados de Extremadura,
después de haber recorrido —en la soledad y el desamparo— los viejos,
pedregosos, polvorientos caminos de Castilla, preguntaba, haciendo un alto en
su peregrinación: «¿Dónde está España?» La pregunta de Larra no ha sido
contestada todavía. Han pasado ochenta años y aún podemos formular esa
interrogación melancólica del satírico. ¿Dónde está España? Podemos formular
esa interrogación a la vista del espectáculo que nuestro país ofrece. Salid de
Madrid y encaminaos a Andalucía. Dejad atrás vuestros libros, los teatros, la
charla amena en la tertulia, el paseo al anochecer por la calle reverberante de
luz y bulliciosa. Olvidaos de las eternas y alucinadoras discusiones del Salón
de Conferencias. Quedaos a solas con vosotros mismos. Ante vosotros se extiende
el panorama de la campiña española. Ya no escucháis discursos grandilocuentes;
ya no columbráis cruzar raudo el automóvil de un ministro. El campo está
desolado, casi yermo; estos pobres labriegos que lo labran, apenas pueden, con
lo que de la tierra sacan, satisfacer angustiosamente al fisco y pagar las
deudas exorbitantes de la usura. Ved cómo la labor penosa de tierra ha
encorvado —tras largos años— los cuerpos; ved sus caras flácidas, amarillentas,
que desmienten el tópico, tradicional y poético, de los colores y las
carnosidades campesinas. La inanición va minando, podo a poco, las generaciones
de labriegos. Como con una hoz, son segadas las vidas por la tuberculosis. En
las míseras casillas de los pueblos donde estos hombres viven, no hay lumbre ni
pan; los hijos de estos hombres no tienen escuelas donde aprender los
rudimentos de la instrucción. Al igual que en el siglo XVII, cuando los
moriscos fueron expulsados de España, estos labriegos, con sus mujeres, con sus
niños, pálidos, extenuados, cubiertos de andrajos, peregrinaban en bandadas por
los caminos en busca del lejano mar: el lejano mar por el que han de caminar o
morir lejos de esta tierra por que penaron.
¿Dónde
está España? ¿Dónde está la fortaleza de España? Los países no son fuertes ni
por sus ejércitos ni por sus acorazados. No sirven de nada ejércitos y
acorazados cuando millares y millares de campesinos perecen en la miseria y la
inanición. La fortaleza es una resultante del bienestar y de las justicias
sociales. Al recorrer estos campos secos y grises; después de hablar con estos
labriegos resignados y tristes, cuando hemos estado en sus pobres viviendas, y
hemos paseado por las callejuelas de los pueblos, y hemos asistido, hora por
hora, al vivir cotidiano, fraternalmente, de estos hombres que, siendo
compatriotas nuestros, parecen habitantes de otros hemisferios, un sentimiento
profundo se apodera de nuestro espíritu. Es indignación y es desesperanza; es
abatimiento y es impetuoso deseo de aniquilamiento y renovación. Todo se junta
y se revuelve tumultuosamente en el fondo de nuestro ser. Ya en Madrid, ya en
el Salón de Conferencias, ya con las diarias informaciones políticas delante de
los ojos, no acertamos —perplejos, desorientados— a casar la realidad
angustiosa y brutal que acabamos de ver con la siniestra frivolidad que desfila
frente a nosotros. Discursos grandilocuentes, conferencias, entrevistas, idas y
venidas, conciertos y desconciertos, manifestaciones, declaraciones, programas,
todo esto, ¿qué te importará a ti, labriego atenazado por el hambre, labriego a
quien tus hijos piden pan, pan que no tienes? Todo esto ¿Qué te importará a ti,
menestral afanado en los cien pequeños oficios del hierro, de la madera y de la
lana? Todo esto ¿qué te importará a ti, modesto ciudadano de la clase media,
condenado al mayor de los tormentos sociales, el tormento de aparentar una
holgura de que no se goza, un decoro reñido con la secreta angustia del apremio
diario? Todo esto, ¿qué nos importará a nosotros, los que ante el panorama de
Castilla, de Levante o de Andalucía hemos meditado el presente trágico de
España?
Una
disparidad profunda existe entre la política y la realidad. Con el sentimiento
desgarrador de esa disparidad ha nacido a la vida del arte una generación
española. La agresividad con que ha combatido el artificio político, la ha
llevado a combatir, lógicamente, los falsos valores estéticos. Todo se encadena
y enlaza. No seríamos consecuentes si, combatiendo la falsedad en la
literatura, la aceptáramos o toleráramos en lo política. La hostilidad hacia lo
que vemos que es obstáculo a la marcha de un pueblo. Amamos el paisaje de
España; por primera vez en la historia del arte literario español se ha amado
la Naturaleza por la naturaleza misma. A la comprensión del paisaje queremos
unir la comprensión de la raza y de la historia. Deseamos que el legado clásico
destaque en el tiempo, no abstractamente —obra de eruditos y de profesores
vanos—, sino ligado a las circunstancias en que se ha producido, en fusión
armónica con la raza y con el paisaje.
Queridos
compañeros: Allá por 1721, y en estos mismos días melancólicos de otoño en que
las hojas amarillean y caen, visitó estos mismos parajes de Aranjuez un hombre
de vivo y penetrante entendimiento. Venía de un pueblo en que Descartes,
Racine, Le Nôtre, habían formado, diversamente, cada uno en su actividad
especial, una atmósfera espiritual de lógica, de orden, de claridad y de
realidad. Aludo a Saint-Simon. Saint-Simon ha dejado, en la parte de sus
Memorias relativas a España, una serie de impresiones en que se aprecia el
contraste entre el espectáculo español y esa temperatura moral de que ya antes
he hablado. Tiempo después, a fines del siglo XVII, estuvo también paseando
estas alamedas otro gran observador de los hombres: el caballero Casanova de
Saingalt. En esas mismas páginas en que, también en sus Memorias, Casanova
habla de Aranjuez, escribe las siguientes profunda palabras: «¿Quién duda de
que España necesita de una regeneración, que no puede ser sino el resultado de
una invasión extranjera, sola capaz de reanimar en el corazón de todo español
ese hogar de patriotismo y de emulación que amenaza extinguirse en absoluto?»
Como si estas palabras fueran una profecía, años después, en 1808, se producía
la invasión, y en España estallaban brillantes manifestaciones de patriotismo.
La renovación de la vida nacional no vino, sin embargo. Pero Casanova añadía:
«Si España recobra alguna vez su puesto en la gran familia europea, mucho
tememos por ella que no sea sino a costa de una terrible conmoción, Sólo el
rayo puede despertar esos espíritus de bronce.»
Sólo el
rayo puede despertar esos espíritus de bronce. Tal es nuestro marasmo, tal es
nuestra secular inconmovible inercia, que esas palabras son hoy, al cabo de más
de un siglo, una abrumadora verdad.
"Contra el gesto del persa, que azotaba
ResponderEliminarla mar con su cadena;
contra la flecha que el tahúr tiraba
al cielo, creo en la palabra buena.
Desde un pueblo que ayuna y se divierte,
ora y eructa, desde un pueblo impío
que juega al mus, de espaldas a la muerte,
creo en la libertad y en la esperanza,
y en una fe que nace
cuando se busca a Dios y no se le alcanza,
y en el Dios que se lleva y que se hace".
En extremo difícil el intento de formular qué ha cambiado y qué permanece de la España que aquel discurso denunciaba. Tanto quizá como acertar a llenar de contenido el abstracto concepto de progreso, que hasta el mismo Manuel Valls, flamante nuevo primer ministro francés, vadeó con astucia no hace ni 48 horas.
ResponderEliminarLa cobardía y egoísmo feroces de nuestra clase dirigente unidos a su desprecio por la ciencia y la cultura, desde luego que no auguran celebraciones con fuegos artificiales.
Pero nunca antes tantos ni de forma tan honda y extensa pasaron por las aulas: ni había becas para ayudarse ni finalizados los estudios posibilidad remota de fotografiarse con ella al cuello, orgullosos, ufanos en fiesta alguna de graduación.
¿Nuestra única esperanza, quizá?